Durante este verano he leído bastante. Tenía más tiempo y
sosiego suficiente y creo, por ello, que el resultado ha sido algo distinto al
de otros años, diferente también en las formas. He saltado de la lectura a la
reflexión cuando el pasaje que tenía entre manos me sacaba insolentemente de la
ficción y me trasladaba al momento presente. Ocurría una y otra vez, con
facilidad casi pasmosa, porque buena parte de las historias que leía me sonaban
. Al volver a Barcelona he adjudicado este fenómeno a la terrible inquietud del
momento que vivimos, una suerte de estado de alerta que ya se reflejaba en mi
anterior blog , “¡Qué calor!”
“Es verdad que la
adrenalina es adictiva. En Oregón había algunos chicos fatalistas muy cómodos
en su desgracia. La felicidad es jabonosa, se escurre entre los dedos, pero a
los problemas uno puede aferrarse, tienen asidero, son ásperos, duros. En la
academia, yo tenía mi propio novelón ruso: yo era mala, pura y dañina,
defraudaba y hería a quienes más me querían, mi vida ya estaba jodida”
Son unas líneas de “El
cuaderno de Maya”, de Isabel Allende, una de las novelas que fue a caer en
mis manos. Es la historia de Maya, una joven americana de origen chileno,
rebelde a más no poder, a la que su errático y peligroso comportamiento adolescente
llevó al exilio familiar en Chiloe, una isla en los confines del Pacífico
chileno, en donde descubrió que había otra manera de vivir la vida, con menos
adrenalina, ninguna agresividad y sin derribar los muros de las normas.
“Esto no es de novela Zuloaga –me dije en la playa al detener la
lectura- esto es como la vida misma, abre
un diario, entra en una red social, sal a la calle y mira con que facilidad se
crispa el personal”. Subrayé el párrafo y me lo guarde hasta hoy.
“Brooklyn Follies”
de Paul Auster, me despertó de la modorra cómoda y me revolvió los principios
de mi sentido común. Habían pasado un par de semanas de mi despedida de la
criatura de Isabel Allende.
En esta novela, publicada en 2006, Nathan Glass, abandonado
por su mujer y canceroso desahuciado, decide volver a su Brooklyn natal, en
donde se encuentra con su sobrino Tom,
doctor en filología inglesa, que había acabado al volante de un taxi porque no
encontraba donde echar a andar
profesionalmente.
Finalmente se le presentó una buena oportunidad en una librería
de Nueva York. Tom repasó entonces su experiencia y descubrió que
subiendo y bajando el taxímetro había dejado de sentir lástima de si mismo y de
expiar su propia estupidez, ya que si era capaz de sobrevivir a su propia
experiencia sin descorazonarse demasiado, entonces quizá habría esperanza para
él.
“También hay buenos
momentos (en el taxi) – le dijo Tom a Harry, el Librero que le ofreció el
trabajo- indelebles momentos de gracia,
éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square
a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico y encontrarte de pronto
solo en el centro del mundo, con esa nube de luces de neón cayéndote encima.
Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes
de amanecer y sentir como te inunda el olor del océano por la ventanilla
abierta. O cruzar el puente de Brooklyn en el preciso instante en el que la
luna llena aparece en medio del arco y eso es lo único que se ve…ningún libro
puede reproducir esas cosas. Estoy hablando de la verdadera trascendencia.”
Naturalmente pensé que la realidad es mucho más dura y que no
serán muchos los doctores en filología inglesa que hayan acabado mitificando su
paso por oficios muy distintos para los que se prepararon, aunque también, al
mirar la que nos está cayendo me dije que puede que sí, que hay quienes
guillotinan sus méritos al presentar un curriculum , no vaya a ser que le
descarten para un puesto de trabajo de menor nivel del que tuvo hasta hace
poco.
No hay que viajar a Brooklyn ni desplazarse hasta donde
comienza la Antártida en el Cono Sur. Aquí mismo tenemos argumentos para saciar
a la narrativa más exigente.
Javier ZULOAGA
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