Creo que fue el 4 de agosto, cuando extendía mi silla sobre
la arena de la playa de Estartit. Lo llevaba todo, el protector solar, las
gafas de sol, mi libro y sobre todo esa sensación de confort que te invade al
echarle una ojeada a la línea del horizonte del mar y mirar el reloj para
pensar que ese momento y los que vendrán después son realmente tuyos.
Me siento, respiro una
bocanada de tranquilidad y miro a mi alrededor para ver si hay algo que se salga
de la rutina, pero veo que no, que los hombres son más iguales cuando están en bañador…
aunque algunos tienen más barriga cervecera que otros y seguramente los que
lucen un tatuaje, un “tatu”, no deben ser consejeros delegados, ni directores
generales…aunque tampoco pondría la mano en el fuego porque las cosas están
cambiando una barbaridad.
Como muchos otros días, hay señoras que pasean en pareja,
como si fueran de la Guardia Civil y que tras sus gafas de sol pasan revista a los que nos curtimos al sol
mientras se confiesan sus grandes problemas, que lo de su marido siempre en el
chiringuito pegándole tragos a la birra y repasos a los culos de esas nenas que
bien podrían ser sus hijas ella ya no lo aguanta más…”…que no Churri, que no, que yo le pido la separación cuando vuelva a
Barcelona” .
O que va a pedir al traslado de departamento cuando vuelva a
trabajar porque al americano que fichó
la compañía para que todos fueran más eficientes, lo va a aguantar su tía la de
Illinois, porque ella ya no está para cambiar pañales.
Todo era, más o menos, como un año atrás, pero ese día, ese
4 de agosto, me sorprende la estampa que ilustra este artículo. Sí, fíjense
bien y verán que no tiene desperdicio. No, no es un niño que ha escarbado en la
arena para construir un castillo o ver cómo se filtra el agua de mar; es un
chaval de unos diez años que ha hundido el culo en una suerte de butaca a la
medida para refugiarse a leer su libro, “Donald Duck”. Sí, un comic como
aquellos que nosotros suplicábamos a nuestros padres cuando les acompañábamos
al quiosco al comprar el periódico del domingo.
Los padres son british
y están acomodados en dos butacas
impecables, colocadas en simetría perfecta cara al mar, bajo dos sombrillas de
última generación, de esas que te permiten subir o bajar a placer el parasol,
como si se tratara de un periscopio. Él leía un libro digital y ella ojeaba una revista de modas. Junto con el
niño al que medio se había tragado la tierra, formaban una estampa de postal.
Pasé un buen rato comparándolos con los grupos que se van
creando en las playas a medida se acerca el mediodía y vi que no, que no había
diarios. Palas, cubos, rastrillos, raquetas playeras, incluso libros -sobre
todo en manos de mujeres- y pensé que la ausencia de diarios en manos de los y
las bañistas podría significar que existen personas que pueden dar vacaciones a
las pesadillas que, en buena medida, nos
ofrecen los medios de comunicación. Ojo, esto no va por mis colegas
periodistas, hablo del escenario público, ese de “cuanto peor, mejor”.
Y al volver a casa desde la playa rescaté mi último artículo
en Diari de Sant Cugat, el periódico
del pueblo en el que vivo, Un verano
inquietante. Y pensé que ójala yo no tuviera razón, aunque al conectar los
informativos de la televisión me digo que sí, que lo de la playa es sólo una postal.
Aquí les dejo unos párrafos, por si les interesa.
“Sí, nunca podré
olvidar este verano porque va a ser muy muy inquietante. Cuando escribo este
artículo y leo las noticias, se me enarcan aún más mis cejas: cada día el
enconamiento es mayor, las grandilocuencias innecesarias más frecuentes y la
sensación de estar próximos a algo malo para todos, más arraigada.
La sensibilidad se
entiende ahora de forma especialmente agresiva, para ver de qué manera se puede
tocar la fibra de quien no está de acuerdo con lo que cada uno defiende y ya es
prácticamente imposible pensar que aquello del diálogo es la vía adecuada,
aunque en teoría lo sea.
Si, el examen es el 27
de septiembre y sus vísperas van a ser convulsas, de crispación creciente, de
disparates, de tensiones que no llevan a ninguna parte y que únicamente crean
barreras en las relaciones de las personas.
Sí, pónganle ustedes
los nombres que quieran, aunque yo, soy vasco, tengo evidentemente los míos y
lo cierto es que no veo en el horizonte catalán la reedición del Abrazo de
Vergara, el que el general Espartero y el carlista Maroto, se dieron tras el
acuerdo firmado en Oñate para acabar con la Primera Guerra Carlista en 1839. Y
aquí, aunque no hay batallas en las calles, la tensión es tan espesa, que se
puede cortar”.
Javier ZULOAGA
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