Los malo –o lo bueno- de leer novelas imaginadas que ocurren
en sitios y tiempos reales, es que conducen el lector a buscar situaciones parecidas en su entorno.
A mí me ha ocurrido al cumplir con la asignatura pendiente de acabar “Las
cenizas de Ángela”, del norteamericano de origen irlandés Frank McCourt, en la
que narra con buenas dosis de crudeza, ironía y bastante buen humor, su propia
infancia en Irlanda, a donde su familia retornó desde Nueva York huyendo de las
penurias de la Gran Depresión norteamericana.
McCourt, profesor y novelista, fue galardonado con el Premio
Pulitzer 1997 por esta obra.
Es una escenificación despiadadamente real, en la que se siente y casi se ve lo que es la miseria, Malachy McCourt, padre del protagonista, es un borracho que gasta en pintas de cerveza su escaso sueldo o subsidio de desempleo y que cuando llega a su casa desde las tabernas, despierta a su hijos para que, bien estirados, le prometan que están dispuestos a dar su vida por Irlanda. Con aquel arrebato de patriotismo, Malachy cree que ha exculpado sus pecados alcohólicos y sus hijos se sumergen poco a poco en la sima de las contradicciones.
“Han muerto hombres
por Irlanda desde los tiempos más remotos y hay que ver cómo está el país”,
es algo que Frank, el hijo mayor, escucha un día y que le abre los ojos frente
al inmovilismo del credo patriótico. Un profesor, Thomas L. O’Halloran le
regala, un día en clase, unos buenos fundamentos sobre la cuestión, “Tenéis que estudiar y aprender para poder
llegar a vuestras propias conclusiones sobre la historia y sobre todo lo demás,
pero no podéis llegar a conclusiones si tenéis la mente vacía. Amueblaos la
mente, amueblaos la mente. Es vuestro tesoro y nadie en el mundo puede
entrometerse en ella”
Después de acabar esta novela he pensado que, además de un argumento
potente, contiene unas buenas dosis de antídoto para defenderse de la
manipulación de las emociones colectivas, que es el semillero, al fin y al cabo,
del patriotismo mal entendido.
No me refiero, ahora de momento no, al sentido de
pertenencia sano, al que no excluye a los que piensan y sienten diferente,
aquel que no se sustenta únicamente en los sentimientos, sino que suma sentido
común, toda la inteligencia que cada uno tiene y evita la tentación de caer en
la burbuja de la endogamia y el repaso constante del ombligo emocional. Es
aquel que no anima a la animadversión hacia quienes no comulgan con el credo
patriótico de turno, convirtiendo la animosidad, además, en un mérito.
El patriotismo mal entendido, ahora aquí sí, es casi siempre manipulador, alimenta la electrización
emocional de sus seguidores e intenta extenderla implacablemente a sus
“enemigos”. “Si no estás convencido de lo
que te estamos diciendo, eres un mal ciudadano, no mereces ser…”. O bien lo
contrario, “Si realmente eres como
nosotros, eres un buen…”. Ellos son los que reparten, finalmente, la carta
de naturaleza de los ciudadanos-patriotas y pasan de largo de quienes entienden
que no lo son. Afortunadamente, son minoría aunque hagan, a veces, mucho ruido.
Los patriotismos constructivos, no necesariamente
beligerantes, son aquellos que saben dibujar en el suelo de la convivencia y
con trazo fino, las líneas rojas que no han de sobrepasar los comportamientos.
Este patriotismo, una aleación equilibrada de cultura y emociones, cuenta con
quienes no comulgan con los dogmas y no por ello se les ataca ni se les ignora.
Si, me repito un poco, pero lo hago para que no pase desapercibido.
La Unión Europea, la que trata de poner de acuerdo a sus
países miembros, está trufada de nacionalismos. Desde el mismo que se da en
Bélgica con las marcadas aspiraciones de mayor autogobierno de los flamencos,
se repite con matices distintos en Córcega respecto a París y en Sicilia y
Padania en relación a Roma. Alsacia, Escocia… y más y más ejemplos.
Sí y aquí, en España, que les voy a contar que no sepan
ustedes. Pienso que nos sobran quienes se han instalado en la verdad absoluta,
en el inmovilismo intelectual y piensan que es una traición, una gran
claudicación, ceder un ápice en sus principios. Ocurre en todas las esquinas,
en las de Madrid, ciudad en la que crecí, y en las Barcelona, a la que llegué
hace ya más de 25 años.
Y es preocupante, porque el calendario avanza y el problema
se está pudriendo, lo que al final nos puede llevarar a que unos u otros y muy
especialmente los que no somos ni patriotas españoles, en el mal sentido de la
palabra, ni patriotas catalanes, también en el mal sentido de la palabra,
acabemos muy escaldados.
Ojalá que no sea así.
Javier ZULOAGA
1 comentario:
Muy de acuerdo, Javier, el mal patriotismo es radicalismo y lo peor es que nadie va a dar su brazo a torcer porque unos y otros llevan una venda en loso ojos.
Hasta pronto
Reyes C.
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