Hace un par de semanas repetí una comida con un buen amigo
de Valldoreix. Fue en un restaurante bien llevado por una pareja joven que se
multiplica a si misma por dos o por tres para que les salga la cuenta de
resultados. Evocamos capítulos inolvidables –los dos hemos andado ya un buen
camino- y nos detuvimos en las contradicciones que nos salen al paso en la
vida. Al acabar quedamos en repetir para darle higiene al cerebro.
Salimos a la calle Mayor de Sant Cugat y bajamos hacia la
Plaza del Monasterio y nos fijamos en una librería de segunda mano, no hablo de una librería “de
viejo”, en donde puedes vender ese libro que no sabes ya donde colocar, o
comprar una novela por tres o cuatro euros. “No está mal –pensé- es una forma
de evitar que los libros mueran despedazados en un Punt Verd o pasto de la llamas ante alguien que tenga frío o no
soporte la cultura…que seguro que alguno queda”.
Nos despedimos y le di un par de vueltas al asunto. Se lee
poco, me dije y si no que se lo digan a los editores o a los escritores de
batalla cuando nos asaltan las lágrimas de la emoción al encontrarnos con
alguien que, sin conocerte, te dice que ha leído una de tus novelas. ¡Que
alegría tan inmensa!.
Se lee poco y tampoco escuchamos leer, una práctica que ha
caído en desuso y que, aunque parezca carrinclona, tendría un valor inmenso
para despertar el apetito por las historias escritas. Recuerdo que cuando era
bachiller y mediopensionista en un colegio de Madrid, cada día, mientras
comíamos, uno de los que allí estábamos, elegido al azar o por el dedo perverso
del profesor que nos vigilaba, teníamos que leer un fragmento de algún clásico,
de Quevedo, o Cervantes, de Pio Baroja, Larra y otros más. Aún recuerdo cómo sufría
hasta ver que yo no era el elegido pero hoy, cincuenta años después, pienso que
aquella fue una buena cosa.
Ahora tenemos demasiadas tentaciones a nuestro alrededor
para buscar en una biblioteca –o en internet- alguno de aquellos textos de mi
bachillerato. La Sociedad de la Información, las redes sociales, las herramientas
de intercomunicación instantánea, los mandos de la consola de video
juegos…ufff, ¡muy difícil!
Pero casi todos tenemos oídos y tal vez a alguien se le pueda
ocurrir producir y poner a la venta CD,s o listas de Spotify con cuentos o novelas bien leídas.
Así podríamos escuchar las buenas
descripciones de Eduardo Mendoza sobre las andanzas de Onofre Bouvila en La Ciudad de los Prodigios mientras
hacemos spinning, o la deriva de Pijoaparte en Últimas Tardes con Teresa, cuando recogemos los platos del comedor
o nos damos un revolcón con nuestra chica…o mientras viajamos en el metro o
esperamos en un aeropuerto a que salga nuestro avión…sí, con los auriculares
puestos pero escuchando, vía wifi, historias bien escritas, no música ni noticias. ¿Se imaginan?.
Sí, ya sé que estoy un tanto socarrón pero no es una mala
idea. Piénsenlo. Basta con que alguna escuela de negocios lo incluya como
ejemplo de business plan y ya verán como al emprendedor que lo haga le dan un
premio.
Y además, ¡que caray! También valdría para despertar el
ánimo de la gente que apenas habla, o de
serenar el de los que hablan demasiado, o el de los que pontifican por lo que
creen que saben y apenas conocen. Si escucharan las historias que se esconden
en los libros, los salvapatrias, los de todos lados, verían que el mundo es más
grande que su ombligo y que en la vida se puede ser uno mismo sin ser de los tuyos o de los míos.
No propongo que abjuremos de nuestras identidades, sino de
que cuidemos un poco más nuestra condición de ciudadanos del mundo, mamíferos,
bípedos y además racionales. Y para conseguirlo, una historia, leída o
escuchada, puede tener efectos milagrosos. Estoy seguro.
Javier ZULOAGA
1 comentario:
Totalmente de acuerdo, Javier, nada mejor que las palabras leídas en voz alta para captar toda su intensidad. En la escuela yo también disfruté de la lectura compartida y es un ejercicio que me gusta seguir practicando, especialmente con la poesía, escrita para ser recitada, la única manera en que cobra toda su intensidad compartiendo el espacio con la música, su pareja indiscutible.
Los libros son la patria a la que siempre volvemos, en la que nada ni nadie nos es extraño.
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