Cuando era niño y llegaba a las manos con mi hermano el
mayor, mi madre nos agarraba a los dos del brazo y nos decía contundentemente
mientras nos apretaba con sus manos: “Pediros perdón, ¡ahora mismo!”. Y los
dos, aunque fuera rumiando palabras casi ininteligibles, nos pedíamos perdón y
volvíamos a andar juntos por la vida…hasta la siguiente agarrada.
Muchos años después, cuando le quedaba poco tiempo de vida,
mi madre, una bilbaína de pocas palabras, aunque muchas veces elocuentes, me
dijo que el rencor era peor que el cáncer. Aquella convicción vino a cuento de las
historias complicadas con que se cruzan
las personas a lo largo de su vida y que, como ella bien pensaba, tienen o no
tienen solución dependiendo de que arrastren o no arrastren rencor.
Me quedé con la copla, hice su frase mía y la incorporé a
mis convicciones personales más arraigadas. Y además pienso que ella tenía
razón no sólo por lo que se refiere a las relaciones personales, sino en no
pocas situaciones que podemos presenciar cuando nos asomamos a la ventana de la
vida que nos rodea.
Sí, ya sé que el rencor no suele ser más que la resaca del
dolor que, por profundo, no se puede dejar a un lado y que son muchas veces las
que no tiene remedio para pasar al olvido. Hasta ahí no descubro nada, como
tampoco lo hizo mi madre cuando diagnóstico el problema dándole una pátina oncológica.
Pero, mirando por esa ventana de la vida a la que antes me
refería, he llegado a pensar que existe un rencor colectivo cuya mayor o menor virulencia
y descontrol hacen que las relaciones de los grupos y de los territorios acaben
mal, peor, o fatal. Es cuando lees en un diario o escuchas en un informativo
que las decisiones acaban estando
supeditadas a que desaparezca de escena un determinado personaje de la vida
pública, o que con aquellos que tienen ideas y proyectos propios no hay nada de
lo que hablar hasta que dejen de pensar y aspirar como lo hacen. O que, como
respuesta a lo que acabo de escribir, estos últimos deciden demonizar a todo lo
que venga de quienes no les escuchan.
Sí, más o menos como si mi hermano y yo, cuando éramos
niños, hubiéramos decidido no hacer caso de lo que mi madre nos pedía y
hubiéramos crecido cargando, una vez tras otra, las alforjas de los agravios. Hubiera sido un mal asunto.
Pues desde todos estos simplismos, huyendo de la complejidad
y sesudez de los problemas tan serios que nos ocupan a los españoles, me pregunto
si no seremos una sociedad profundamente rencorosa, además de otros rasgos
perversos que no quiero enumerar para no abundar en la caída de mi autoestima.
Cuando hace pocos días el Brexit hizo sonar las alertas colectivas
de medio mundo, nadie dudaba de que el asunto no tenía buena pinta. Y no la
tiene. Sin embargo, pasados la resaca y
el sofocón, veo que los británicos no son, a la vista de las actitudes y
comportamientos generales que nos llegan a través de los medios, personas
excesivamente rencorosas…o que si lo son, saben guardar las apariencias
magistralmente.
¿Se imaginan ustedes
cómo habría sido esa historia en nuestro país? Sí, ya sé que no somos ingleses
y que tal vez por ello el rencor se nos ve en ocasiones desde muy lejos.
Javier ZULOAGA
3 comentarios:
Javier:
La teva mare us tractava igual a tu i al teu germà.
Els rencors col·lectius sovint venen per sentir-te maltractat i menystingut en relació a altres col·lectius, oi?
Muy acertada tu madre, con ese tino y sapiencia que caracterizan a las mujeres vascas. En esta vida hay que saber perdonar.
Un abrazo
Muy acertada tu madre, con ese tino y sapiencia que caracterizan a las mujeres vascas. En esta vida hay que saber perdonar.
Un abrazo
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