Pertenezco a una generación que, por lo general, veía que el
término “Patria” era una especie de monopolio de los vencedores de la Guerra
Civil española, además de la leyenda de las puertas de entrada de los cuarteles de la Guardia Civil, “Todo por la
patria”. Lo del patriotismo, el otro, tenía más que ver con capítulos ejemplares de
nuestra historia, como los sitios de Zaragoza, Gerona o el asedio de San
Sebastián y era también la proclama general en los procesos de emancipación de
las colonias respecto a las metrópolis, ¡Viva la patria!.
El uso del término patria entre aquellos jóvenes de los años
setenta resultaba sospechoso y por ello estigmatizaba.
Eso era al menos lo que hemos vivido en España, en la que la patria española,
la bandera y su himno crean todavía más conflictos que soluciones. Y no creo
que esto cambie, ni tampoco me parece que sea tan dramático.
Pero lo de la Patria está reapareciendo tímidamente con nuevos
bríos, esos que surgen como alternativa a los sistemas políticos que fracasan o
atraviesan momentos de debilidad.
Aún no hemos acabado de digerir la victoria de Donald Trump,
construida sobre la nostalgia de una
Norteamérica en blanco y negro que ha llenado los pulmones patrióticos de sus votantes
mientras culpabilizaba de casi todo a la globalización y el liberalismo
económico, cuando vemos que Pablo Iglesias, el nuestro, defiende que para él la
patria es “su gente”.
Sí, la patria al otro lado del Atlántico, en el país de
David Crockett, puede estar en un futuro por encima de pactos y alianzas que
parecían intocables. Y también aquí, para definir a movimientos de personas desamparadas, provocando
emociones electrizantes que podrían recordar a las que se aprecian en los
oprimidos de Los Miserables. Y muchos ejemplos más que, dicen, irán llegando
pronto.
Pero cuando acabas de leer “Patria” de Fernando
Aramburu, las emociones patrióticas no son ni en blanco y negro, ni se
sustentan en nostalgias de conveniencia, ni describen pastoreos emocionales. Lo
de esta gran novela es real, duro y lleva al lector, sin contemplaciones, al
drama del terrorismo vasco en sus últimos capilares. No, no va de héroes y la
ficción te traslada a dos familias unidas y separadas por ETA.
Aramburu, como ya hizo en “Los peces de la amargura” y “Los
años lentos”, te lleva a las últimas consecuencias del problema terrorista
vasco, a lo que ocurre en las casas de
Bittori y Miren, en las que han vivido la víctima y el terrorista y en las que
sabe describir con una gran pluma y enorme sensibilidad, hasta dónde llegan el
odio, el rencor, el miedo y la mala conciencia.
Y todo arranca cuando la banda terrorista anuncia que deja
las armas y los asesinatos por la espalda, la bomba o los excesos en la lucha
antiterrorista, han acabado ya. Empieza el día después de la batalla, con unas
heridas que ya no sangran pero que resultará difícil cicatrizar. Hoy el
problema es ese, el que se deriva de una sociedad que va a tardar en olvidar,
especialmente en los escenarios no urbanos, en esos lugares en los que todos se
conocen.
Al acabar “Patria”, me he preguntado si algún día los
colegios, vascos y no vascos, enseñarán a los escolares lo que fueron más de
cuarenta años de terror. Y me he dicho que no, que será imposible, no ya por la
dificultad que tendrán los historiadores para coincidir en el relato, sino por
la imposibilidad de medir en un libro de texto la trascendencia humana de aquel
drama. Por ello la obra que ha escrito Aramburu - que sólo puede ofender a los
fanáticos- es una gran aportación.
Muchas gracias
Javier ZULOAGA
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